El paquete está sobre la mesa.
Un revuelto de colores: rojos, verdes, azules, dorados y plateados.
Un moño: doble lazo de seda.
Una tarjeta.
Es su regalo de cumpleaños. Pero él todavía no lo abre, sólo se queda contemplándolo, como si quisiera sostener un tiempo más la expectativa y la emoción que siempre supone recibir un obsequio.
Es su único regalo de cumpleaños, tal vez por eso pretende prolongar el momento, como si estuviera paladeando el misterio de su contenido, posponiendo el terminal instante del desgarramiento del papel que dará a luz el objeto oculto con que se lo agasaja.
Aunque él ya sabe que hay allí adentro, bajo el celofán colorido. Sabe porque él lo eligió, él lo compró y lo envolvió, él lo puso allí sobre la mesa.
Es un regalo de sí mismo.
De todas maneras sigue manteniendo el falso suspenso, la fingida ilusión. Hace a un lado el paquete, sin abrirlo, y comienza a preparar esa mesa para el festejo: vasos y botellas, platos y comida, torta y servilletas.
Puede no haber más regalos, pero no por ello no habrá fiesta.
Siempre es piadoso festejar el cumpleaños. Qué otra fecha en la vida de una persona puede ser más significativa, para uno y para los demás, que el aniversario de su nacimiento.
Es en ese día en el que un ser se convierte en el centro de su mundo, en el que todo gira alrededor de él, los besos de los familiares, los abrazos de los amigos más cercanos, los llamados de los amigos no tan cercanos, los saludos de los conocidos, y hasta de los enemigos. Por eso siempre vale la reunión, y los demás esperan esa noche para el encuentro, las risas, el alcohol, la música; así debe hacerse, trasnoche esperada y obligada en la que en realidad el homenajeado es huésped y los festejantes son los convidados.
Pero es lo correcto, lo acostumbrado; quién soportaría el peso del paso del tiempo sin enmascararlo tras la alegría de la festividad. Rodearse de gente y reír por otra vela sobre la torta en vez de llorar por un año más en la pendiente hacia el final.
De modo que él también prepara la fiesta de su cumpleaños. La mesa desbordante, la música estridente; y su regalo todavía allí, sin ser abierto.
Aunque nadie vaya a venir.
Nadie viene a su fiesta, como cada año; como cada día, nadie viene a su vida.
La noche pasará, y el alcohol, la comida, la torta, son sólo para él.
De él y para él.
Entonces es hora de abrir su regalo, su único regalo.
La tarjeta: Feliz Cumpleaños, firmada con su nombre.
El paquete: el colorido envoltorio arrancado en pedazos, es de buena suerte romper el papel de los regalos.
Y el asunto ya conocido, al fin desembarazado sobre el mantel.
La única dádiva, la única muestra de afecto recibida de la única persona para la que existe en el mundo, él mismo.
Toma su regalo de la mesa, lo apoya sobre su sien, y dispara.
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