Mascota

Esta nueva vida que llevo ahora, debo decirlo, es bastante más placentera.
Por placentera me refiero a la situación tranquila, relajada, simple, un pasar verdaderamente disipado, sin obligaciones y sin horarios que cumplir.
Desde que acepté esta nueva posición como mascota doméstica todo es mejor, no tengo que hacer nada más que estar aquí haciendo lo que quiero para ganarme la vida.
Es cierto que ese hacer lo que quiera se circunscribe a las cuatro paredes de la casa, estoy todo el día aquí adentro y no salgo a la calle, pero no me puedo quejar porque tengo acceso libre al parque trasero de la vivienda, esa puerta está siempre abierta para mí, y puedo ir cuando lo desee a correr entre las plantas o a tirarme en el pasto a tomar el fresco, puedo si quiero estar allí holgazaneando toda la tarde sin prejuicios.
Y ganarme la vida, con ganarme la vida me refiero únicamente a lo esencial, un plato de comida, techo y calor, y no mucho más, por supuesto que no hay lujos y riquezas mayores, no hay alcance a todas las cosas a las que podría aspirar si saliera al mundo a luchar por ellas. Entonces, reconozco, en este estatus actual renuncio a mi progreso individual, pierdo la perspectiva de superarme a mi mismo, me estanco, pero realmente no me importan para nada esa clase de metas, son una concepción más bien humana, entender el éxito en relación directamente proporcional a la posición social y a las posesiones materiales.
Yo ya no voy con eso, no necesito ser jefe de nadie, no me interesa encabezar ninguna jauría ni gobernar ningún callejón, no necesito tener más que mi plato con agua, mi ración de comida fresca y mis palmadas de todas las noches para ser medianamente feliz.
¿Quién puede sentirse más exitoso y triunfador, sobre todo en este mundo de hoy, que aquel que tenga aseguradas las necesidades básicas y la subsistencia de por vida, y sin que se le demande ningún esfuerzo por ello?.
Allá los demás con sus existencias ambiciosas, allá ellos con su aparente independencia de ir libremente por las calles como y cuando quieran, que se queden con sus posibilidades infinitas de triunfar y acaparar y ganar posiciones y territorios, si para ello tienen que partirse el lomo en la selva de cemento, pelear como bestias salvajes contra otras bestias salvajes y devorar al otro para no ser devorados.
Que sean líderes, pastores, policías, guías, luchadores, que sean lo que quieran, yo me quedo en mi mediano puesto donde no obtendré nunca nada más, pero tampoco me arriesgo a perder nada; ellos, además, es cierto que pueden llegar a tenerlo todo, pero también pueden quedarse sin nada.
Los de afuera dependen de sí mismos, lo que tienen y lo que son se lo ganan con inteligencia y dolor, dirán que puede ser ese un rasgo de evolución.
Yo, y todos los que estamos adentro, no tenemos esa responsabilidad sobre nuestras espaldas, cambiamos libertad por estabilidad, el amo se encarga de todo lo que necesitamos; yo, particularmente, cambio orgullosamente mi libre albedrío por esa seguridad.
Igualmente, la conclusión no es tan drástica, uno no renuncia a todo. Sigue existiendo, al menos para mí, y aunque sea en una dosis reducida, el mundo exterior.
Mi amo sí es de los que ganan su vida afuera, uno de esos tantos que se exigen al máximo durante todo el día por la comida y no dudan en desgarrar a jirones al rival ocasional para sumar cada nuevo milímetro a su dominio; pero cuando vuelve al hogar por las noches se apacigua, y yo lo espero ansioso con la correa de cuero preparada, lo recibo con mis mejores halagos y piruetas y me apresto al paseo diario, ratito fugaz en el cual tanteo la calle, esa selva donde se debaten a muerte mis y sus semejantes, todos esos que no tuvieron la suerte o la decisión de cambiar como yo lo hice.
Y él me entiende, siempre entiende que necesito la pequeña salida para poder continuar existiendo adentro, y a pesar de estar cansado y sucio de trotar el mundo desde la mañana me da el gusto. Lo hace, y así salimos los dos, todos los anocheceres después de las ocho, la vuelta a la manzana y la parada en la plaza, y aunque él seguramente estuvo ya hoy mismo y todos los días en esa plaza, me sigue el juego porque sabe que quiero pisar yo también ese césped liberado.
Nos comprendemos absolutamente, sin palabras, y nos complementamos para ser un poco felices cada uno en el rol que le tocó. Él luchando y vagando, jugándose la vida afuera para obtener el sustento cada jornada y persiguiendo extrañamente esa meta humana del progreso personal, volviendo al techo sólo a la noche para descansar; yo metido entre las paredes todo el día, cumpliendo la reposada función de guardián y compañía, guardián de nada porque no hay ninguna amenaza real, compañía de mí mismo todo el tiempo y de él en ese pequeño encuentro nocturno.
La noche es el momento que nos une, y mezclamos ahí un poco los papeles que desempeñamos.
Él llega a casa y por unas horas puede comportarse como yo, lejos de las apariencias puede rascarse, babearse, puede acostarse en el piso, nos mimamos mutuamente como amo y mascota.
Y cuando damos el paseo yo puedo jugar por un momento a ser uno de afuera, me aventuro a tantear dócilmente esa libertad peligrosa junto a él, en la calle seguimos realimentando esa relación de unión entre mascota y amo.
Pero allí todavía tenemos que seguir guardando algunas formas, por el qué dirán, pues bien entendemos que sería extraño para la gente ver a un hombre atado a una soga caminando delante de un perro negro.
Entonces, como digo, para no llamar la atención, a la hora de la excursión yo me paro en mis dos piernas como lo hacía antes del cambio, y tomo el extremo de la correa, y él trota naturalmente a mi lado con el collar en el pescuezo.
Así podemos, algo forzadamente y mezclando los roles una vez más, cumplir con ese gusto de la caminata nocturna, un paseo corto, vuelta manzana, parada en la plaza, y de nuevo a casa, caminando juntos, mi amo el perro y yo.

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