El mundo visto desde la ventana de mi casa

Los autos pasan constantemente por la cuadra, autos rojos, autos grises y camionetas, un camión de vez en cuando.
Una señora avanza desde la esquina, con la bolsa de las compras todavía vacía.
Dobla un colectivo, azul, blanco, marquesina malamente iluminada. Hay una parada, el cascajo se detiene y se trepan a él gentes desconocidas y descoloridas, y descienden otras más que se dispersan en rumbos diferentes.
Todo esto es lo que se ve allá afuera, más otras cosas, dos chicos caminando hacia la plaza, que está enfrente del punto de observación.
La plaza ofrece un panorama de mayor diversidad, una madre hamacando a su hijo, señores y señoras sentados en los bancos de piedra leyendo el diario, comiendo galletas, tomando mate. Sol y pasto, cielo y arena.
¿Eso es el mundo?. ¿Los autos, la señora, el colectivo, la gente, los árboles de la plaza, la pasividad rutinaria del espacio suburbano?.
Así es ese mundo que gira frente a la ventana de mi casa.
Pero en la otra ventana pueden verse más escenas, un hombre hablando palabras incomprensibles, otro hombre, traje y corbata, números, y más números, y más palabras.
Y otras cosas, monstruos de acero entrando en una plaza similar a la primera, pero allí no hay niños ni mujeres, y los hombres corren y gritan escapando de las balas que escupen esos monstruos.
¿Es ese el mundo?. ¿Armas y soldados, bombas, gritos y llamas espectrales?.
Ese es el mundo que se ve desde la otra ventana de mi casa.
En la ventana primera todo parece muy distante a aquello, el sol brilla, la gente transcurre en calma. Los automóviles siguen pasando, los pasajeros subiendo y bajando de los colectivos. Los niños se hamacan en la plaza, los jóvenes tocan en ronda sus guitarras, los grandes leen sus diarios y toman sus mates dulces y amargos.
En la segunda ventana que se abre en la sala de mi casa siguen los golpes violentos, las columnas ardiendo, el cielo plomizo, el sabor negro de la pólvora y de la sangre, los uniformes verdes y rojos. Y las palabras, las vidas convertidas en frías cifras de una estadística que no comprendo.
¿Cuál es el mundo verdadero?.
Tal vez ambos, tan opuestos y separados. ¿Será tan cierto el cuadro de devastación de la segunda ventana como el andar lento y pacífico de la primera, tan presentes los gritos de dolor y las mutilaciones en el campo minado como el canto de los pájaros en la plaza verde del barrio, tan humano el asesino que mata desde su sillón de poder como la señora que vuelve del mercado con la bolsa ahora repleta de materia prima para humildes manjares?.
Yo elijo cerrar la segunda ventana, y quedarme con la imagen que me entrega la primera.
Elijo apagar la televisión y salir a la calle por la primera ventana, a sentir el sol y a valorar la chata sencillez de la paz, la felicidad de la ignorancia, las risas y las canciones de las guitarras de la plaza, los mates, los libros y las galletitas.
Elijo vivir mi mundo, con todas sus carencias y su sencilla belleza, y olvidar aquel otro, pretender que no existe si yo no puedo hacer nada para cambiarlo.
Aunque no pueda dejar de saber que ese universo distante y desconocido que llega a través de la pantalla del otro ventanal efectivamente coexiste con este, es parte de este, es este, y que el vendaval desatado sobre él puede sobrevenir aquí en un abrir y cerrar de ojos, arrasarnos a todos y ponernos en una ventana cualquiera de una casa cualquiera de cualquier otro mundo que aun no haya caído en el hoyo sin fondo de la máxima estupidez humana.
Si eso ocurre, ellos seguramente nos verán a nosotros a través de sus ventanas como otro lejano y anónimo rincón impersonal; algunos se indignarán por nuestros muertos, se compadecerán de nuestros huérfanos, algunos discursarán en sus mesas de domingo contra la barbarie, y otros justificarán el sacrificio por el progreso, pero todos a la larga apagarán la televisión, cerrarán esa ventana, y se consolarán viviendo sus mundos civilizados y felices, lejos y a salvo de aquel infierno en el que, desean creer, nunca podrán estar involucrados.

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